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Los Hombres De La Historia -CEAL
miércoles, 21 de septiembre de 2011
092-MARCO POLO-Ugo Tucci
A finales del siglo XIII, Venecia seguía siendo una de las mayores potencias comerciales y marítimas del mundo. Era habitual escuchar allí, a la sombra de las cúpulas de ópalo, junto a los suntuosos palacios y a la vista de las doradas góndolas, las historias más extraordinarias y peregrinas. Pero las que contaba maese Marco Polo, recién llegado de los confines del mundo, eclipsaban a todas. Aseguraba haber visto extraer de las entrañas de la tierra, en la China, unas piedras negras que ardían mejor que la leña. Los venecianos, al oírle, se burlaban; para ellos, el carbón de piedra era una cosa de lo más fantástica. También hablaba de otra piedra que podía hilarse como si fuera lana, pero que era incombustible; sus oyentes reventaban de risa: aún más difícil de concebir que el carbón era el amianto. Tampoco le creían cuando describía una fuente que había contemplado en algún país remoto de la que no manaba agua, sino negrísimo aceite: sus conciudadanos no podían siquiera sospechar la existencia de los campos petrolíferos de Bakú.
Sin embargo, no era posible que un hombre, aun dotado de una portentosa fantasía, imaginara todo aquello. Marco Polo había regresado de sus viajes trayendo consigo grandes riquezas, entre las cuales quizás la más valiosa era la experiencia acumulada a lo largo de veinticuatro años de ausencia. Mil peripecias y hechos inverosímiles para sus contemporáneos cruzaban por su mente. Tenía mucho que contar, pues no en balde era uno de los más grandes viajeros que la humanidad ha conocido.
El Libro de las maravillas, que enriqueció en gran manera los conocimientos geográficos de los europeos, es la única fuente (excepto algún testamento y muchos pleitos) a la que se acude en busca de datos sobre la vida y milagros de Marco Polo y los suyos, ya que todo aquello que podría corroborar o desmentir lo que en él se cuenta no ha sido nunca hallado o, como su tumba, ha desaparecido. Por supuesto que un libro tan fantástico (y para algunos tan fantasioso), que ha padecido versiones, interpretaciones y traducciones sin cuento, ha provocado serias dudas, extensas discusiones y alguna descalificación. A pesar de ello, todos los estudiosos parecen estar de acuerdo en afirmar que los Polo, comerciantes de modesta fortuna, provenían de una familia dálmata de Sabenico que se instaló en Venecia en el siglo XI, y citan incluso al abuelo Andrea. No tardaron en integrarse en el dinámico mundo comercial veneciano, convirtiéndose en una familia de audaces mercaderes. El abuelo de Marco tuvo tres hijos: Andrea, Nicolás y Mateo. A ninguno de los tres les arredraban las fatigas ni las distancias si vislumbraban una sustanciosa transacción económica.
Andrea, el primogénito, se estableció en Constantinopla y estableció fructíferas relaciones con los hombres de las caravanas que venían de lejanos países situados más allá del mar Negro. Las noticias que hablaban de las conquistas de los mongoles en el Asia Occidental hicieron pronto mella en su agudo sentido comercial, de modo que llamó a sus hermanos, que permanecían en Venecia, y les animó a no desaprovechar aquella magnífica ocasión de hacer grandes negocios.
La historia del «viajero maravilloso» empezó allá por el año 1253, unos meses antes de su nacimiento y, como es de rigor, con un viaje. Su padre, Nicolás Polo, se despidió de su esposa encinta y, con su hermano Mateo partió rumbo a Constantinopla en una galera repleta de madera, hierro en lingotes y forjado, grano, tejidos de lana y carne salada. La aguja magnética (recientemente importada) y las estrellas guiaron felizmente su camino hasta la capital de los griegos. Al poco de llegar, la mujer de Nicolás dio a luz en Venecia, en 1254, a Marco.
Nada se sabe de los primeros años de vida de aquel niño que debió de corretear por las plazas y los puentes de Venecia. Huérfano de madre muy pronto, se cree que vivió al cuidado de su tía Flora. Parece ser que recibió instrucción, ya que sabía leer y escribir, pero sin duda su mejor escuela se la ofreció la Venecia por la que vagaba. Una Venecia que vibraba al compás de los negocios y que castigaba con más dureza los crímenes contra la propiedad que los que se perpetraban contra las personas.
Pasaron seis años. Mientras Marco crecía en Venecia, Nicolás y Mateo comerciaban en Constantinopla, hasta que un día de 1259, intranquilos por las amenazas que se cernían sobre la ciudad, decidieron abandonarla para instalarse en Crimea, en la ciudad de Soldaia, donde los negocios no resultaron tan prósperos como esperaban. Se internaron entonces en la región de las estepas y se establecieron en Bolgar.
Transcurridos dos años más, la nostalgia comenzó a aguijonearles y, en la primavera de 1262, se prepararon para regresar. Pero el destino tenía otros planes para ellos. Estalló una guerra entre reyes mongoles y el retorno se presentó complicado y lleno de peligros. Resolvieron entonces viajar rumbo al sol naciente y se instalaron en Bujara en espera de una ruta tranquila para regresar a Venecia. El viaje no fue fácil, pero los Polo eran una raza de pioneros infatigables; compraron aquí, vendieron allá, aprendieron extrañas lenguas y descubrieron nuevos mercados, recibiendo buen trato en todas partes y estableciendo provechosos acuerdos con los mongoles. Éstos, que tanto pavor causaban a la Cristiandad, resultaron ser unos hábiles administradores que vivían en paz con los pueblos sometidos. La muralla musulmana, que desde el siglo VII impedía todo contacto entre China y Occidente, no era ya más que una simple cortina. Los hermanos Polo habían sido los primeros en cruzarla con éxito.
En la ciudad de Bujara, en el corazón de Asia y a casi cinco mil kilómetros de distancia de su país de origen, Mateo y Nicolás permanecieron durante tres años, entregados de lleno al comercio. Un día llegó hasta ellos una comisión enviada por el gran Kublai Khan, cuyo imperio se extendía desde el mar Ártico hasta el océano Índico, y desde las costas del Pacífico hasta las fronteras de Europa Central. La comisión les entregó la invitación para que le visitasen. Un año de viaje les costó llegar a presencia del rey.
El Khan no había visto nunca europeos occidentales y era un hombre extremadamente curioso. Nieto del mítico Gengis Khan, Kublai tenía 43 años cuando los Polo fueron conducidos a su presencia. Se trataba de un déspota inteligente y experimentado, excelente gobernante y buen general, que poseía además un espíritu ávido de conocimientos. Les hizo mil preguntas sobre las costumbres europeas, en especial sobre su religión y el papa de Roma, de quien había oído hablar en términos elogiosos.
Para éste último les dio además un sorprendente encargo. Kublai, demostrando que era sumamente abierto en materia religiosa, pedía al papa que le enviara cien hombres doctos en el credo cristiano, a fin de que tuviesen una controversia con los bonzos, los monjes budistas de su país, prometiendo convertirse él y su pueblo al cristianismo si demostraban que la suya era mejor religión. Y como prueba de su eclecticismo, pidió también a los mercaderes que le llevasen aceite de la lámpara del Santo Sepulcro.
Los dos comerciantes, convertidos en mensajeros por obra y gracia del gran Kublai, se pusieron en camino dispuestos a cumplir con la misión, y después de un viaje de tres años llegaron a Venecia en 1269. La mujer de Nicolás había muerto. Nicolás vio por primera vez a su hijo Marco, que ya tenía quince años y era un muchacho inteligente, despierto y de notable curiosidad.
Los viajeros pasaron dos años en Venecia disfrutando de un monótono cambio de vida; mientras esperaban la elección de un nuevo papa (Clemente IV había muerto aquel mismo año) para hacerle entrega de la carta, Nicolás se casó de nuevo. La preocupación de los Polo por la misión incumplida se acrecentaba y la elección del nuevo papa se demoraba, por lo que decidieron regresar a China.
Nicolás (dejando también esta vez a su actual esposa embarazada), Mateo y el joven Marco, de diecisiete años, embarcaron en dirección a Acre. Su primera inquietud era localizar a Teobaldo de Piacenza, legado papal, a quien Nicolás y Mateo ya conocían de su anterior viaje, y pedirle la autorización necesaria para viajar a Jerusalén. Con los papeles en regla, los tres Polo navegaron rumbo a Joppe y luego cubrieron una jornada de trece leguas hasta Jerusalén.
Ejecutado el primero de los encargos del Gran Khan, regresaron a Acre con el santo óleo y se aprestaron a buscar justificación para no cumplir con el segundo. Teobaldo les proveyó de cartas que acreditaban la demora que les ocasionó la muerte del papa y el retraso en la elección de su sucesor.
Los Polo, ahora ya tranquilos, reanudaron el viaje, aunque consiguieron avanzar bien poco. En Layas se encontraron con que una rebelión bloqueaba la ruta de las caravanas, y mientras esperaban pacientes que se despejase el camino recibieron un correo de Acre. Tebaldo, con el nombre de Gregorio X, era el nuevo papa. Los Polo regresaron a Acre en busca de los cien doctores cristianos, aunque les proporcionaron sólo dos frailes predicadores.
A comienzos de 1271 decidieron partir de nuevo hacia la corte del Gran Khan. El hijo de Nicolás, Marco, suplicó a su padre que le permitiera unirse a la expedición. Hacía dos años que escuchaba día tras día los relatos de los viajeros, y creía ciegamente en sus historias. Les había acompañado en la visita al papa y, aunque sólo tenía diecisiete años, estaba imbuido del espíritu de la familia. Nicolás no pudo negarse. Sabía que Marco era capaz de cualquier cosa, que poseía una curiosidad insaciable, una memoria privilegiada y una capacidad para sobreponerse a las contrariedades posiblemente mayor que la suya.
Gracias a los antiguos salvoconductos del emperador, los tres viajeros pudieron avanzar sin tropiezos. Sin embargo, los dos frailes que les acompañaban decidieron volver atrás a la primera señal del peligro. Los Polo continuaron su camino, que duró más de tres años. Marco Polo, que hizo una crónica minuciosa y amplia de todo aquello que vio, dedicó sólo una breve página a la ruta precisa que siguieron desde Venecia a Xanadú, dejando la reconstrucción del itinerario exacto a los lectores. Sin embargo, parece que después de atravesar la Pequeña Armenia, de la que describió el comercio, la caza y las costumbres de sus gentes, «que aunque cristianas no son buenas porque no practican la religión como los romanos», llegaron a Anatolia, que Polo llamó Turcomania, tierra de tejedores de «las alfombras más hermosas del mundo», y de allí a la Gran Armenia, en donde vio «una fuente de la cual mana aceite que no puede ser utilizado como alimento, pero que es excelente combustible».
Visitaron luego Mosul, en donde «se hacen las más bellas telas de oro y seda, llamadas mosulin», y se extasió en Tabriz ante el mayor mercado de perlas del globo. En Saba dijo haber admirado las tumbas de los tres Reyes Magos, y, en Kerman, las famosas turquesas, que llevan aparejada la desdicha amorosa de quien las posee, porque se cree que provienen de los esqueletos de las personas desgraciadas en amores.
Fueron atacados por bandidos e intentaron fatigosamente llegar a Ormuz, desde donde pretendían embarcarse rumbo a China, aunque una vez allí cambiaron los planes a la vista del riesgo que suponía la poca solidez de los barcos. Emprendieron entonces rumbo al nordeste y se internaron en el continente hasta Tunocain, después de cruzar regiones desérticas. Los días transcurrieron agotadores hasta llegar a Balkh, en el Afganistán septentrional. Decidieron tomarse un largo y merecido descanso en Balashan, en donde la caravana se detuvo un tiempo.
Comprando y vendiendo, aumentando en definitiva las ganancias (aunque sin hablar nunca de ello), cazando de vez en cuando y admirando siempre a las mujeres («las doncellas mahometanas de Tunocain, en mi opinión las más bellas del orbe», o las damas de Balashan, sitio en que «aquella que parece más gruesa de cintura para abajo es la considerada más hermosa»), viajó Marco Polo con sus parientes por la inmensa Asia. Habían recorrido ya gran parte del camino iniciado en la primavera de 1271, y en ningún momento había dejado Marco Polo de anotar en su memoria las industrias, los frutos, los animales (la oveja salvaje que se llamaría Ovis poli en su honor) y todo aquello que excitaba su curiosidad, que era mucho.
En junio de 1275 llegaron por fin a Xanadú, residencia veraniega del monarca, que huía durante unos meses del calor de Cambaluc (Pekín), su capital. Kublai recordó perfectamente a sus amigos, leyó la carta del papa sin dar muestras de decepción por la ausencia de los cien sabios y puso el aceite del Santo Sepulcro junto a sus demás tesoros. Cuentan que Kublai preguntó inmediatamente quién era aquel avispado joven que acompañaba a los viajeros, a lo que Nicolás respondió: «Es mi hijo y vuestro servidor, y conmigo lo he traído con grandes peligros y esfuerzos de tan lejanas tierras, considerándolo la más preciosa prenda que poseo, para ofrecéroslo como esclavo».
Y así fue. Marco Polo sirvió a Kublai durante diecisiete años, encargado sobre todo de observar, apuntar e informar. Impresionado el rey, tanto por la agudeza e inteligencia del veneciano como por la desenvoltura con que trataba los asuntos políticos, le envió en primer lugar a la ciudad de Caragian (en la provincia de Yunan, a seis meses de viaje de la capital), donde cumplió su cometido con tanta brillantez y elaboró un informe tan minucioso que maravilló a propios y extraños.
Embajador durante un año en Campicion, varias estancias en Quinsay para controlar al receptor de impuestos, gobernador durante tres años en Yangzhou, además de una embajada en la India, fueron algunas de las misiones que siguieron y entre las que intercaló algún vagabundeo por cuenta propia. Para entonces, Marco ya dominaba varias lenguas y dialectos orientales y podía, por lo tanto, recorrer sin intérprete los diversos países que se integraban en el vasto imperio mongol. Los vívidos y brillantes relatos de sus experiencias y la facilidad con que recordaba miles de detalles encantaban al Khan, aburrido de la monotonía de los informes de sus funcionarios.
Mientras servía a su señor, se empapaba de la vida en China y no dejaba de observar el más mínimo detalle. Marco Polo vio y describió la maravillosa civilización de la China medieval. Los adelantos de este país en relación a la Europa de la época pueden comprobarse por las cosas que el infatigable viajero recordaría luego como admirables y nuevas para él: calles amplias, rondas de policía por la noche, carruajes públicos, puentes de altura suficiente para permitir el paso de los barcos, desagües bajo las calles o caminos bordeados a ambos lados por árboles fragantes y exquisitamente cuidados. Comparó la severa reglamentación de la prostitución en los dominios del Khan con la promiscuidad de la Venecia de su tiempo, se asombró del uso del papel moneda y describió algunos de los alimentos que consumían, como los helados y las pastas: «El trigo no goza de tanto auge entre ellos, pero lo cosechan y consumen en forma de macaroni u otras clases de pastas». Se asombró también «ante una clase de grandes piedras negras que se extraen de las montañas..., que dan fuego y llamas como si fueran leños y sirven para cocinar mejor que la madera».
Entretanto, su padre y su tío se enriquecían con el comercio. Discretos, eficientes y fieles, los tres venecianos jamás habían decepcionado a su señor, que sentía por ellos un verdadero aprecio. Se habían hecho ricos, pero se sentían cansados y tenían nostalgia de las suaves brisas del Adriático, del brillo de la cúpula de San Marcos, de la llamada de los gondoleros y del dulce acento de la lengua italiana. Ya era tiempo de regresar a la patria para gozar de su fortuna y establecer a Marco.
La dificultad estribaba en encontrar un pretexto para separarse de Kublai sin ofenderlo y, sobre todo, sin poner en peligro el precio de sus fatigas. El Gran Khan envejecía y la envidia por los favores que de él habían recibido crecía a su alrededor. Conocían China lo suficiente como para saber que la muerte de su señor sería la suya. Pero era más fácil entrar en la corte de Kublai que salir de ella. Nicolás fue el encargado de pedir un primer permiso, «porque en mi tierra tengo esposa y por ley de cristianos no puedo desampararla mientras viva». El rey encontró quizás el pretexto demasiado fútil y le respondió que, aunque podían andar por cualquier parte de sus dominios, por «nada del mundo podían abandonarlos». Siguieron otras peticiones y la respuesta sería siempre negativa, alegando que le resultaban necesarios.
Mientras tanto, los astutos mercaderes vendieron cuanto poseían, invirtieron el producto en piedras preciosas y confeccionaron tres vestidos forrados de guata, a la que cosieron las joyas. Finalmente se presentó una ocasión favorable. El gobernador mongol de Persia, Argón, que era primo de Kublai, había enviudado. La última voluntad de su esposa consistía en que la nueva consorte fuera escogida por el emperador entre los descendientes de Gengis Khan. Recibió este encargo Kublai y designó a una hermosa princesa de diecisiete años, Cocachin, dando inmediatamente la orden de que fuera llevada hasta la lejana Persia.
Los Polo se ofrecieron para cumplir esta misión. Marco acababa de regresar de la India y había traído valiosos informes. Era fácil, decía, llegar al golfo Pérsico costeando el continente para evitar los numerosos peligros que jalonaban las rutas terrestres. De mala gana, el Khan aceptó. Puso a disposición de los venecianos trece bajeles, tripulación y una escolta, les entregó una gran fortuna en oro y les confió a la doncella. Por fin, a mediados del año 1292, los Polo abandonaron Pekín.
Los Polo, guardianes la princesa Cocachin, futura reina de Persia, embarcaron en uno de los enormes barcos fletados para la expedición e iniciaron el largo viaje de China a Persia, primero, y a Venecia, después. Marco Polo continuó con la inveterada costumbre de describir puntualmente los países por los que pasaban. El primero que cita es Sumatra, dividido en varios reinos, en donde se detuvieron cinco meses a causa del mal tiempo. Allí aprendieron a hacer vino de palma y se enteró de las propiedades de los cocos como bebida y alimento.
De Sumatra pasaron a las islas Andaman y de allí a Ceilán, en la costa India. En Malabar visitó las pesquerías de perlas y no olvidó reseñar que «quien bebe vino no puede ser testigo, ni aquel que navega por la mar. Porque ellos dicen que un bebedor de vino y aquel que navega por la mar son gentes desesperadas y no los aceptan como testigos, ni toman en cuenta su testimonio». Crédulo, Marco Polo repite algún que otro cuento fantástico, como cuando asevera que «los niños indios al nacer son de tez clara, pero sus padres los bañan semanalmente con aceite de sésamo y se vuelven tan negros como diablos».
Dos años y medio duró el viaje hasta llegar a Ormuz, que ya conocían. Argón había muerto y la princesa Cocachin se convirtió en un estorbo con el que no sabían qué hacer. Finalmente la casaron con el hijo de Argón y quedaron libres de su encargo. Llegaron al puerto de Venecia un día de invierno de 1295.
Habían pasado veinticinco años desde que abandonaran Venecia; Nicolás y Mateo eran ya viejos, Marco Polo tenía cuarenta y dos años y había pasado la mayor parte de su vida en tierras lejanas; era un extraño de acento extranjero que «tenía un indescriptible aire tártaro, al igual que tártaro era su acento, habiendo olvidado casi la lengua veneciana».
Cuando llamaron a la puerta de su casa, en el canal de San Juan Crisóstomo, alguien que no conocían fue a abrir. Durante su larga ausencia, sus parientes les habían creído muertos y sus bienes habían sido vendidos. Nadie reconoció a aquellos tres extraños peregrinos ataviados con ropas andrajosas y sucias. Las palabras de su dialecto véneto se les enredaban en la lengua, de modo que les suponían extranjeros. Para probar su identidad, los Polo dieron un banquete al que invitaron a numerosas personalidades. Durante la velada cambiaron sus vestidos varias veces y, por último, se pusieron los harapos que les cubrían al regresar, descosieron los forros y mostraron sus riquezas ante la estupefacta concurrencia. Tal abundancia de zafiros, diamantes, rubíes y perlas fue para aquellos cresos mercaderes una prueba más tangible que todos los relatos del mundo. Los viajeros respondieron de buen grado a cuantas preguntas les fueron hechas. Su historia, sin embargo, pareció tan fantástica a todos, que en adelante, para designar a un charlatán, se solía decir en Venecia: "¡Éste es un Polo!"
Aunque tachados de fantasiosos, los Polo eran extraordinariamente ricos. Tanto que, cuando se suscitó la guerra entre Génova y Venecia, Marco armó una galera a su costa y la mandó como capitán. Pero el Marco Polo guerrero no tuvo tanta fortuna como el explorador y comerciante. En 1298, en la batalla de Curzola, cayó prisionero y fue llevado a Génova, donde fue obligado a desfilar descalzo por las empedradas calles antes de ser encerrado en un calabozo del palacio del Capitano del Popolo.
A esta desgracia, sin embargo, le debe Marco Polo parte de su celebridad. Porque fue durante su cautiverio cuando dictó el maravilloso libro de sus viajes. En efecto, un hombre de letras prisionero como él, Rustichello de Pisa, se sintió fascinado por sus narraciones y les dio forma durante las largas horas que ambos pasaron juntos en la cárcel genovesa. Rustichello, autor de varios romances franceses sobre el rey Arturo, aceptó con presteza la posibilidad de colaborar en la descripción del mundo. Marco Polo pidió a su padre que le enviase las notas que había tomado en el transcurso de sus viajes y dictó a su compañero todo lo que había vivido hasta aquel momento.
Así surgieron, en francés, en un francés quizá no muy correcto gramaticalmente y en el que abundan los términos italianos, una obra a la que se conoce con múltiples títulos: La descripción del mundo, El libro de Marco Polo, El libro de las maravillas, Los viajes de Marco Polo, apodado el Milione... El libro acababa en «el año de gracia de 1298», pero la vida de su héroe continuó.
Al año siguiente, Marco fue puesto en libertad y regresó a Venecia con el manuscrito, lo hizo copiar por unos amigos y lo mandó editar. La narración obtendría un éxito extraordinario, a pesar de que fue considerado como pura fantasía. Marco Polo tenía ya cuarenta y cinco años y se sumergió en los negocios. Poco a poco fue heredando de todos sus parientes, y cada vez fue más codicioso y amigo de pleitos. Contrajo matrimonio y aunque la fecha de su enlace con Donata, hija de Vitale Badoer, no consta en registro alguno (el primer informe documentado que sobre ella se conoce es un escrito legal del 17 de marzo de 1312, mediante el cual su tío liquidaba la dote en favor de Marco), nacieron tres hijas: Fantina, Bellela y Moreta.
Los años venideros se sucedieron monótonos y uniformes para aquel que había conocido las trifulcas de una corte fastuosa. Dedicado en cuerpo y alma al comercio, vendía lámparas de vidrio, traía a Venecia telas florentinas o importaba hojas de añil a gran escala. Cuentan que siempre citaba cifras astronómicas y se supone que de ahí le vino el sobrenombre de Milione: «A causa de repetir continuamente la historia que contaba con frecuencia sobre el esplendor del Gran Khan, de sus riquezas, que eran de diez a quince millones en oro, y del modo de hablar siempre de las otras muchas riquezas de aquellos países en términos de millones, le dieron el sobrenombre de messer Polo Milione». Se han dado, sin embargo, otras explicaciones sobre el apodo.
Vivió sus últimos años en paz y en el comercio hasta su muerte, en el atardecer del 8 de enero de 1324, muerte que, como él, pasó inadvertida para sus compatriotas. Tenía setenta años. Le enterraron, según sus deseos, al lado de su padre, en el pórtico de la iglesia de San Lorenzo, tumbas que, como casi todo aquello que forma parte de la vida o de la muerte de Marco Polo, han desaparecido.
Bien poco se sabe de su carácter o de su aspecto, y el «retrato de Marco Polo» que aparece en algún libro se debe sólo a la ilusión de su autor. Se supone que era fuerte y robusto, ya que soportó largos y fatigosos viajes, y, por el relato de su vida, nadie pone en duda que era un observador incuestionable, siempre atento. Lo describen también como inteligente, perseverante, paciente y enérgico. Impulsivo y algo terco en su juventud, lo templó el viaje en compañía de sus parientes mucho mayores que él, y pasó a ser, al final de su vida, amante del dinero y de los pleitos, puesto que no reparaba en lazos de familia cuando se le debía algo, por poco que fuera, lo cual pone de manifiesto que era implacable y rígido en sus relaciones comerciales. Fue un típico europeo de su tiempo, a quien ningún prodigio le parecía imposible, pero era, eso sí, tolerante con aquellos cuyas creencias eran distintas a las suyas.
Los extensos relatos sobre fiestas, vinos y comidas parecen indicar, además, que gozó de los placeres de la vida. Algunas notas dispersas de Libro de las maravillas hacen suponer que «era bien formado y simpático de figura y rostro, sin llegar a ser buen mozo», y a través de alguna frase puede deducirse que «mujeres de distintas razas lo hallaron atractivo», pero es muy difícil separar la realidad de la fábula en la vida de un veneciano que tuvo fama de cuentista.
Sus contemporáneos no lo tomaron en absoluto en serio, e incluso sus amigos, preocupados por la mala reputación que le reportaba «contar historias tan exageradas», le aconsejaron que «corrigiera la obra y retirara lo que hubo de escribir fuera de la verdad». Dicen que Marco Polo replicó: «No he escrito ni la mitad de las cosas que me fue dado ver». Medio siglo después, otros viajeros confirmaron, punto por punto, lo relatado por Marco. Se requirió mucho más tiempo para que el halo de fábulas que rodeaba su libro se disipara. Y ciento cincuenta años después, su información de que un gran océano bañaba Asia por oriente sugirió a un marino la idea de que, navegando hacia occidente a través del Atlántico, era posible llegar hasta China. Se trataba de Cristóbal Colón, y hoy sabemos que llevó consigo durante sus viajes un volumen de la fabulosa historia de Marco Polo.
092-MARCO POLO-Ugo Tucci
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